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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0441] • PÍO XII, 1939-1958 • LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS, MISIÓN DE LOS PADRES

De la Alocución Il fiorire, a unos recién casados, 5 mayo 1943

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[1.–] El florecer de la vida humana en la familia, queridos recién casados, es un gran misterio de la naturaleza y de Dios que envuelve como en un haz de enigmas al niño recién nacido y lo pone entre dos mundos: el mundo visible de la naturaleza y el mundo invisible de Dios, creador de la naturaleza y del alma inmortal, que da la vida a todo hombre. De aquí a algunos meses, si así place al Señor, el hogar que fundáis se iluminará con una nueva alegría cuando desde la cuna os sonría un niño, primer fruto de vuestro amor. Vosotros contemplaréis extasiados aquella carita, buscaréis en ella lo que anhelan aquellos ojuelos, lo que ansían: os buscan y anhelan a vosotros, y también otra cosa más alta, buscan y ansían a Dios. Entonces la iglesia parroquial, que os ha visto cambiar el consentimiento conyugal, verá al joven padre de familia que lleva allí al recién nacido. El sacerdote preguntará al niño: “¿Qué vienes tú a pedir a la Iglesia de Dios?”. Por él responderá el padrino: “La fe”. “Y la fe, ¿qué te da?”. “La vida eterna”. Con este diálogo se inicia el rito solemne del Bautismo, que purifica al niño del pecado original, le reviste de la gracia santificante y con el hábito de la fe le da todas las virtudes y le hace hijo de Dios y de la Esposa de Cristo, la Iglesia visible.

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[2.–] [...] La razón, es verdad, puede bien conocer a Dios, y el conocimiento al que le es dado ascender es altísimo, sublime entre toda la sabiduría y la ciencia humana; pero no es todavía conocimiento que penetre en lo íntimo de Dios, como es aquél que goza el eterno Hijo y aprenden aquéllos a quienes Él se lo revela. ¡Qué tesoro de conocimiento divino, superior a la razón comprende, por lo tanto, la fe! [...]

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[3.–] La revelación es, ante todo, la confidencia paternal que Dios hace al hombre de sus secretos, secretos de su naturaleza y de su vida, de sus perfecciones, de sus magnificencias, de sus obras, de sus designios. ¿Comprendéis vosotros bien todo lo que una tal “confidencia” encierra en sí de amor, de ternura, de confianza, de generosidad? Jóvenes esposos: el primer gran testimonio de vuestro afecto que os habéis dado el uno al otro ¿no ha sido, acaso y precisamente, el de comunicaros vuestras confidencias? Haceros conocer recíprocamente, hablaros de las cosas grandes y de las naderías menudas de vuestra vida de ayer, de vuestras más insignificantes ansiedades, de vuestras aspiraciones más nobles para vuestra vida de mañana, de la historia, de las tradiciones, de los recuerdos de vuestra familia, ¿no ha sido acaso el tema más vivo de vuestros afectuosos coloquios? Y estas confidencias no cesaréis de repetirlas y de continuarlas, sin llegar jamás a decíroslo todo, porque surgen del amor de que el corazón rebosa y el día oscuro en que se detuviese la efusión, sería señal de que el manantial se ha secado. Entre estos recuerdos de vuestro pasado, vosotros recordaréis la hora en que vuestro padre o vuestra madre, considerándoos ya “grandes” os hicieron participar de sus pensamientos, de sus negocios e intereses, de los trabajos, de las angustias y de los sufrimientos que con su esfuerzo iban soportando para prepararos una vida más bella, tal como la proyectaban y se auguraban para vuestro porvenir. Aquella intimidad fue para vosotros una aurora de gozo. Comprendisteis el amor que la inspiraba y os sentisteis otros al llegar a ser los confidentes de vuestros padres.

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[4.–] Elevaos, ¡oh jóvenes esposos!, sobre vosotros mismos: también Dios se hace esposo de las almas; y, ¿no es acaso Jesucristo el Esposo de su Iglesia y la Iglesia, su Esposa amada, hecha con su propia sangre, depositaria y custodia de sus divinos secretos y quereres? Pues he aquí que este Dios de infinita bondad se abaja a la confidencia hasta nosotros, para elevarnos hasta Él: majestad inmensa, señor, creador, maestro soberano, juez infalible, remunerador generosísimo, se digna hacernos sus hijos, partícipes de sus designios y de sus graciosos tesoros, revelándonoslos y otorgándonoslos hasta no siendo nosotros capaces de comprenderlos totalmente. Él usa los nombres más dulces y queridos que suenan en la familia, y nos llama hijos, hermanos, amigos y quiere aparecer como padre, madre, esposo maravillosamente amante y celoso de nuestro bien y de nuestra felicidad. Oíd al Salvador que habla a sus apóstoles: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. Pero os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho saber a vosotros” (Io 15, 15).

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[9.–] En el camino de la salvación luce siempre la fe, lámpara esplendente en lugares tenebrosos (2 Petr 1, 19) la cual con la esperanza y la caridad guía, sostiene y fortifica la voluntad en la vía del bien y de la virtud, que es también vuestra vía, jóvenes esposos.

Ella inunda el matrimonio y la familia con una luz y un calor, en comparación de los cuales una concepción puramente natural y terrena de aquel sagrado vínculo no parece difundir sino fría sombra y luz crepuscular. Vosotros, que os habéis unido en las bodas cristianas, sois por la fe y por el bautismo, hijos de Dios, no como Cristo, Hijo de Dios engendrado desde la eternidad por el Padre en la misma naturaleza divina, sino hijos por adopción, regenerados por gracia del Espíritu Santo en el agua de salud. El esposo a quien tú, joven esposa, has dado tu consentimiento ante el altar, es hermano de Cristo y su coheredero de la gloria eterna (cfr. Rom 8, 17. 29). Y la esposa que tú, oh joven esposo, has unido a ti, es una hermana de María, y por amor de la madre de Dios debe serte sagrada y venerada. Habéis sido llamados a ayudaros mutuamente, a guiaros y conduciros en la peregrinación a la patria celestial y eterna.

Los hijos que Dios os conceda no tienen destino diverso del vuestro: al nacer, el agua del bautismo les espera para hacerles, como a vosotros, hijos de Dios y un día ciudadanos del cielo. Aunque un recién nacido muriera inmediatamente después de su nacimiento y bautismo, no digáis vanas las esperanzas, los dolores, los cuidados y los afanes de la madre. ¡Oh madre dolorida y gimiente por la pérdida de tu hijito!, no llores sobre su cuerpecillo; lloras a un ángel del paraíso que te sonríe desde el cielo y eternamente te agradecerá a ti la vida de felicidad que goce en la faz de Dios, ante el cual te espera allí arriba con los hermanos y con la familia. ¿No son éstos los supremos consuelos de la fe, las grandes verdades que alivian las penas en el áspero y doloroso camino de aquí abajo, las esperanzas que no fallan en el puerto feliz de la eternidad?

Creced en la fe, queridos esposos, no sólo para vosotros mismos, sino para vuestros hijos; sed sus primeros maestros con la palabra y con el ejemplo.

1943 05 05 0010

[10.–] Feliz el hogar que iluminen estas verdades divinas, el que las viva y las irradie en torno a sí y el que en toda muerte que ocurra entre sus muros vea el alba de una aurora eterna.

[E 3 (1943), 485-486, 502]